Alfredito nunca dudó de su destino, su frente nació marcada
por la deshonra y el castigo nefasto de la corrección política.
A los seis años tenía su capita de Superman, sus padres lo cargaban para simular que volaba sobre todos, y ese sueño nunca lo abandonó. Sigue volando, sólo que ahora sin pañal. Sus primeros pasos en la escuela primaria fueron prometedores, no sólo por la natural afición a la pura y simple educación que le daban sus ilustres profesores, que eran pagados generosamente por su padre, sino por una inclinación llana por el saber más puro y desinteresado.
Su paso a la vida adulta fue suave, predecible y armoniosamente enlazado a las posibilidades de la clase pudiente.
El primer zarpazo de ingratitud lo obtuvo ('a quién no le pasa') de la niña de sus sueños. Una adolescente engreída, altiva, y altamente desarrollada en materia intelectual, quién le hizo ver, no sólo su rigidez moral, sino su ridícula interpretación a rajatabla de los preceptos morales grabados con hierro en su corazón de adolescente.
Clarita se burló en su propia cara, cuando nuestro futuro héroe le regaló un poema de su propia autoría, un delicado poema con aires de Neruda. Con una desfachatez puberta, Clarita lo tiró al piso y lo aplastó con su elegante zapato de charol. Después, en su cara, le restregó el humo de su cigarro. Adiós bonito destino, hola traspiés de ciego enfurruñado.
Sus inicios en la aviación no fueron fortuitos, como en la
mayoría de los hombres de talento, sino resultado de una clara inclinación a volar, una afición
que cobró mayor fuerza durante un arranque de violencia en la que golpeó a su
padre por un castigo excesivo (llegó después de las 6), corrió a su cuarto y la
paja fue tan prodigiosa que sus sueños volaron momentáneamente, en ese líquido
blancuzco que terminó en un póster de Olga Breeskin. Los sueños jamás se
cristalizan en algo concreto, pero por momentos ellos nos hacen creer que
estamos vivos.
Mientras viajaba, ya con su acreditación oficial de piloto, lo que deseaba no era volar sus sueños, sino convertir a los demás en partícipes de ellos; bregar día y noche para hacerte creer que algo debe valer la pena, forja el coraje de muchos hombres maniatados por la deslealtad y la desconfianza latente de sus semejantes.
Cuando se emprende un viaje, nunca se va sólo, siempre nos acompañan
los temores y el rigor de nuestras creencias, hasta que un leve tropiezo barre
de un tirón todo lo que creías irrefutable e inamovible, como ese barco que
luce imponente en medio del océano, pero termina arrasado por una fuerza oculta
que se manifiesta en las olas. La misma manifestación se puede detectar en una
mirada maligna, o un certero golpe de quien menos lo esperas, y no siempre es
funesto, algunas veces el que recibe el golpe, muda su piel como reptil. Una
vieja enseñanza que ya viene grabada en el ADN de los propensos a meter la
pata. Un recurso fisiológico, que puede hacer milagros, siempre y cuando se
canalice adecuadamente, bajo ciertas condiciones, y sobre todo, si el que lo
sufre decide convertirse en capitán o marinero de su destino. Pero también
están los que deciden arrojarse al mar, como si el mar fuera menos peligroso
que un enclenque barco, que siempre amenaza con incendiarse en altamar.
Su continúo mudar de piel, como proceso de adaptación social le llevó poco a poco a los terrenos de la fama, sobre todo por su participación en miles de productos que explotaron su ingente y prometedora imagen en comerciales de TV y alguna que otra famosa telenovela.
Hoy, el señor Alfredo Adame es, y será un baluarte de la fama, y el color de piel privilegiado en este país.
A sus más de 60 años goza de buena salud, desea y busca a toda costa los reflectores que alguna vez lo hicieron pasearse por los Campos Elíseos de París, y lo llevaron a sentirse un afortunado poseedor de la sangre que lo hace diferente a la gran cantidad de indios que habitan en el México; el país que, a pesar de todo, lo vio nacer.
Lo que nunca esperó tan brillante personaje, fue el proceso natural del ser humano: el envejecimiento; y eso que antes le hacía tan especial, ahora le aqueja; su piel comienza a verse marcada por cada uno de sus pliegues cada vez más pronunciados, la piel del cuello se cuelga y no hay tratamiento que lo ayude.
Lo que antes era belleza, se transforma de a poco en un rasgo asqueroso, su piel y cabello ya no es blanco y lozano, ahora las pecas y un basto pantone de colores puebla su pecho, rostro y manos. Por desgracia para él, al ser una ex estrella de televisión, comienzan a lloverle miles de críticas e información que balconea toda su vida, toda. Su pene, que al parecer es del promedio del mexicano y que gracias al consumo de pornografía -al alcance de la mano- el mexicano común y corriente piensa que el señor Alfredo Adame tiene el pene muy pequeño, se convirtió en el gran tema de los medios de comunicación y qué decir de las redes sociales.
Las generaciones que nacieron en los dos-miles no saben nada del señor, a excepción que es un pinche viejo grosero, misógino y alocado que luego ponen en la tele para rellenar la programación (programación que ya no se ve, pues las personas prefieren estar revisando cada dos segundos su celular a ver a un pinche viejo grosero y misógino).
El privilegio se convierte en tragedia para quienes no tienen raíces mexicanas pero nacieron en México, se sienten una planta exótica en un mundo de bárbaros. Se alimentan del gen europeo y se maldicen por lo mismo, por no conservar un poco más de tiempo, la belleza de sus rasgos.
Así, ni más ni menos, le pasó al personaje decadente por excelencia, representativo de quienes se sienten héroes en una tierra de perdedores, conquistados no por pendejos, sino por vergüenza, así terminan todos ellos, los blancos privilegiados, los tontos blancos, los sectarios, los Alfredos Adames.
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