El
arte es muerte. El Renacimiento, fue una época que vio florecer a los más
grandes pintores del planeta. Sin embargo, para llegar al conocimiento, y
dominio absoluto del oficio, fueron necesarias atrocidades tales como la
profanación de cuerpos, con el fin de conocer los movimientos naturales y las
formas del cuerpo humano, pero de forma rigurosa. Con el auspicio de clérigos y
miembros de congregaciones religiosas, incluso el también escultor y arquitecto Miguel Ángel, violó esta
regla básica de la Iglesia para conocer a fondo el arte.
La
iluminación de toda una camada de artistas de diferentes disciplinas, fue
también, un renacer del dogma, que gracias a los funcionarios religiosos, se
autoafirmaba artísticamente.
Incluso
hubo artistas que optaron por la reclusión monástica, porque la genialidad está
también imbuida de terror y religiosidad. Hugo van der Goes, fue uno de ellos. La desesperación
y la fijación absoluta por el arte, reavivó los ánimos que convirtió a muchos
artistas en santos, y a otros en diablos.
Dijo
una vez el pintor Niccolò Cassana respecto de su oficio: "Quiero
espíritu en esta figura, quiero que hable, que se mueva, y quiero que circule
sangre por sus venas".
Pero
la relación entre el monasterio y el arte no termina en una época.
En
los años sesenta del siglo XX, en plena
fiebre por el rock and roll, unos palurdos alemanes decidieron fundar la una
secta llamada The Monks. Tomaron los instrumentos básicos, pero también
añadieron un órgano Philicorda, al que le arrancaron sonidos suficientes para
sacarle todas las confesiones al más agreste criminal. Así, tomaron sus
cogullas y recibieron la tonsura de la orden del garage rock.
La
influencia de su congregación pervive hasta el día de hoy, al grado de que
muchos grupos de tendencia rupestre quieren sonar como monos con palos, sin
embargo, la brutalidad y ferocidad con que estos monjes tocaron es inigualable.
La secta que fundaron tuvo sus similares
en tierras Incas, con Los Saicos, y sus antecedentes en tierras americanas con
The Trashmen, sin embargo, los teutones llevaron al límite el dogma del rock.
De
1966 es el documento sonoro que nos legaron, el cual aún puede provocar
convulsiones y hasta riñas callejeras. Escúchelo a todo volumen, y tire sus discos de
White Stripes al inodoro.
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