domingo, 12 de octubre de 2014

Rocks off!


Mi encuentro con los Stones fue una experiencia religiosa. Yo debía tener unos 12 años, Bill Wyman estaba ahí parado tocando con su habitual manera de darle al bajo, evitando la luz de los reflectores para mirar mejor a las chicas que se derretían como mantequilla sobre hot cakes. Keith Richards montaba su guitarra como a un perro rabioso domando su fiereza con cada riff y solo. El otro guitarrista era Jones, sus ojos de azul amatista, eran los ojos de Dios triste. Jagger escupía la profecía del rock and roll, todos nos inclinamos, el sol evaporaba nuestro sudor, yo ya estaba ebrio. En mi familia, beber a temprana edad era como la primera comunión. Atrás, Charlie Watts, barajeando las baquetas, señaló mi esquela en el periódico que estaba en la mesa. El teclado de Nicky Hopkins era la melodía de los calambres a la vez dolorosos, a la vez de éxtasis, ahí comprendí que iba a morir algún día, pero también que el rock and roll era inmarcesible.

Una de mis tías trinchó un pavo, pero salió volando. Se negó a ser devorado, entonces desapareció y todos reímos: jajaj, jajaj. Supe que el blues era para gente de baja estofa, pero con lágrimas de oro. Yo debía pertenecer a esa estirpe.

El slide me rebanó como zanahoria cruda, era gemebundo, era voraz, y yo apenas comenzaba a sufrir, como el niño de primer grado que recibe su primera paliza por gente extraña y no por sus papás. La luz era amarilla, no existían los focos ahorradores, siempre se gastaba de más, más trabajo, más dinero, más alcohol, más amor y más respeto, más sexo, hasta que todos nos cansamos del exceso. El blues de luz amarillenta suena más rústico, más real.

Siempre que uno descubre un aspecto de la verdad (porque nunca podemos vislumbrarla por completo) siente que ha traicionado no a alguien, sino al mundo entero, porque la ignorancia es una enfermedad que todos padecemos y nunca se cura.  El rock and roll fue para mí revelación, no pude dormir bien; recé tres Aves Marías y tres Padres Nuestros, el triple de lo habitual. Al otro día,  comprendí que las heridas y llagas que traía en todo el cuerpo me habían sido propinadas  por los diablos enviados por el Señor. El blues es traicionero, y el rock and roll es su mejor alumno. Embelesa a los hombres y los lleva por el infierno, del que nunca regresarán.

Muguetes, mandrágoras fosforescentes, panal de abejas africanas, Jumpin' Jack Flash riéndose de las bombas mientras lo queman, Arcimboldo en retrato, el olor a Tercera Guerra Mundial.  Es lo que pasó en mi cabeza en aquellos años. En pocas palabras: The Rolling Stones, la banda favorita del Diablo, y posiblemente la mía también.

Mi tío Sergio: ¿Ponemos el otro de los Stones?

Rocks off!

miércoles, 25 de junio de 2014

Let's burn!

El rock es una quimera, y tal como los que practican la teúrgia, lo que quieren tocarlo necesitan tener en su alma los clavos bien puestos de las enseñanzas primigenias. Invocar a los muertos es un arte que no es exclusivo de los brujos y los nigromantes.

La música en general es la abstracción de la eternidad en notas musicales.

Sucede con las grandes bandas que aún pueden con parvos elementos convertir el ambiente del escucha en un verdadero infierno. Un ambiente donde respirar se dificulta y la lumbre quema las mejillas. ¿No es la angustia lo que nos hacer querer la vida y no la muerte? ¿No son las situaciones difíciles las que pueden convertir al templado en loco?

Lo que sucedió durante la tragedia de Altamont en 1969 pervivió durante décadas en la conciencia de la juventud rockera. Lo significativo es que sucedió mientras tocaban los hijos predilectos del Diablo: The Rolling Stones. Lo que iba  ser una fiesta terminó en algo funesto y lamentable: el asesinato de un hombre "negro" a manos de los Hells Angels.
Tenemos aquí la relación del nombre de la banda con su música: motocicletas, violencia, cervezas y lujuria descomunal.

Experimentar la velocidad en una motocicleta que está a punto de volcarse a la nada es similar a lo que me pasa con la música de The Lords of Altamont.

El predicador Jake Cavaliere ex Bombora, es quien declama la derrota del rock e invoca a los muertos para revivirlo. Ahí están The Stooges, MC5, ? and the Mysterians, The Sonics, Paul Revere and the Raiders, y los infaltables Rolling Stones.

The Lords of Altamont suena a todas esas buenas bandas que nos recuerdan el origen de la diversión: la sangre saliendo por debajo de la puerta que separa la fiesta del mundo exterior.

martes, 8 de abril de 2014

Venga la mejor banda de los USA


Fui por ahí de los años 70's cuando nos reunimos Lester Bangs, John Peel y un servidor para discutir acerca del futuro del rock norteamericano.  El punto de reunión mi fue mi humilde morada. Lester ya venía puesto con un coctel de barbitúricos y bourbon. John aceptó una cuba de Bacardi blanco, y yo me puse a tono con unas cervezas bien frías.

Lester babeaba como perro y de repente decía: da dada do rock. John Peel con su solvencia y apuesta manera de llevar la conversación me refirió que veía al rock norteamericano como un coche antiguo destartalado, a lo que refuté que algunas bandas como The Mothers Of Invention, The Stooges, etc. eran una prueba fehaciente del desarrollo del género, pero insistió en la falta de "personalidad" y sentido trascendental que al contrario, sí tenían grupos del Viejo Continente.

Con su gracejo particular y agudeza para detectar buenos grupos dijo que probablemente The Ramones eran el diamante en bruto. Así  fuimos pasando revista de grupos de todos los frentes, desde los más radicales, los más comerciales, los más experimentales hasta los más underground; de estos últimos John Peel era experto, pues conocía a los grupos antes de que se formaran.

En algún momento entraron las chicas que invité a deleitar a mis invitados de lujo. Las tres no pasaban de los 30 años. Clarita, era la morena con corsé y medias de cuadritos con encaje, las ondulaciones de su cabello daban la impresión de un spaguetti moreno. Pame, la segunda dama, venía, no sé el porqué, con un  vestido tipo victoriano, donde apenas se notaban sus frágiles tobillos. Pame era rubia, de cabello lacio, a media cintura, y tenía unos ojos de monja, o de ciega. La última, que no recuerdo su nombre, era la histérica, que desde el primer momento lanzó su grito de desaprobación por el estado de Lester, quien en un intento fallido trató de follarla en el mismo instante de su llegada, lo cual no ocurrió debido al cortés y prudente golpe que le proporcionó John en la quijada. Ésta última no era realmente atractiva, pero venía ataviada como prostituta de la Merced, y probablemente en combinación con sus rasgos zapotecas inspiró a Lester a fantasear con el eterno ideal de colonización.

Lester Durmió por eso de unas 2 horas y cuarto, mientras yo iba y ponía algunos discos, esperando la aprobación del gran John. En la plática nunca mencionamos temas políticos y demás verdulerías. Pero en cuanto despertó Lester, comenzó el infierno. Tirado en el piso mojado por un trago tirado dijo, al tiempo que señalaba a la tercera muchacha anónima: ¡Hija de perra nos vas a matar pendeja! En efecto, la señorita x había puesto algo en nuestros tragos porque en cuando escuché el grito mi casa era un parque de alhucemas fosforescentes, y John Peel disfrutaba de un felatio de parte de Clarita. En otro instante, como si Lester nos hubiera leído la mente dijo: ¡no sean idiotas, el rock norteamericano es el futuro, y la nave que va hacia allá se llama Grand Funk! En efecto nos tardamos mucho para aceptar el axioma. En unos cuantos pasos saqué el segundo álbum de los Grand, el llamado "Red Album" y lo puse a todo volumen. Acto seguido, inició la orgía musical.

Lester fue el conejillo de indias para la bolsa de enema que trajo la señorita x. Al parecer le introdujo alguna droga que lo puso como loco a dictar rabietas contra los republicanos en su país. John Peel estaba disfrutando del sexo  al compás del rock duro y cabrón de lo que consideramos como la mejor banda gringa.

Yo sólo me senté a observar a esos locos, mientras la rubia mojigata sólo me miraba con sus ojos de océano pacífico, que por segundos, parecía saltar un delfín de uno de ellos.
 

jueves, 30 de enero de 2014

Los invito a mi religión: el rock and roll


El arte es muerte. El Renacimiento, fue una época que vio florecer a los más grandes pintores del planeta. Sin embargo, para llegar al conocimiento, y dominio absoluto del oficio, fueron necesarias atrocidades tales como la profanación de cuerpos, con el fin de conocer los movimientos naturales y las formas del cuerpo humano, pero de forma rigurosa. Con el auspicio de clérigos y miembros de congregaciones religiosas, incluso el también  escultor y arquitecto Miguel Ángel, violó esta regla básica de la Iglesia para conocer a fondo el arte.

La iluminación de toda una camada de artistas de diferentes disciplinas, fue también, un renacer del dogma, que gracias a los funcionarios religiosos, se autoafirmaba artísticamente.

Incluso hubo artistas que optaron por la reclusión monástica, porque la genialidad está también imbuida de terror  y religiosidad.  Hugo van der Goes, fue uno de ellos. La desesperación y la fijación absoluta por el arte, reavivó los ánimos que convirtió a muchos artistas en santos, y a otros en diablos.

Dijo una vez el pintor Niccolò  Cassana respecto de su oficio: "Quiero espíritu en esta figura, quiero que hable, que se mueva, y quiero que circule sangre por sus venas".

Pero la relación entre el monasterio y el arte no termina en una época.

En los años sesenta  del siglo XX, en plena fiebre por el rock and roll, unos palurdos alemanes decidieron fundar la una secta llamada The Monks. Tomaron los instrumentos básicos, pero también añadieron un órgano Philicorda, al que le arrancaron sonidos suficientes para sacarle todas las confesiones al más agreste criminal. Así, tomaron sus cogullas y recibieron la tonsura de la orden del garage rock.

La influencia de su congregación pervive hasta el día de hoy, al grado de que muchos grupos de tendencia rupestre quieren sonar como monos con palos, sin embargo, la brutalidad y ferocidad con que estos monjes tocaron es inigualable.  La secta que fundaron tuvo sus similares en tierras Incas, con Los Saicos, y sus antecedentes en tierras americanas con The Trashmen, sin embargo, los teutones llevaron al límite el dogma del rock.

De 1966 es el documento sonoro que nos legaron, el cual aún puede provocar convulsiones y hasta riñas callejeras.  Escúchelo a todo volumen, y tire sus discos de White Stripes al inodoro.