Cada ramalazo era breve, conciso, autoritario; cada huella roja, contrastaba con las duras sábanas, impecablemente blancas, y el azul obscuro mate del cielo, triste pero soberano, brutal y silencioso, apenas apagado por el breve murmullo del dolor.
Ese ambiente malsano y parco, debió ser el pretexto poético y patético de las noches más feroces de Heliogábalo. ¿Qué es el dolor? ¿Qué es la esperanza? ambas parecen estar fundidas en la misma cosa.
Mis ojos eran de furia, pero los de ella eran sosegados, apenas resucitaba con cada nuevo latigazo. En un acto de imperdonable inmundicia, dijo que me amaba más que a sus padres... Tuve que azotarla de nuevo.
Sus palabras no eran sinceras, era un leve despertar del sueño, un leve regurgitar del penoso atragantantamiento de sensaciones nuevas. Sus ropas parecían cobrar vida, en contraste con su palidez extrema, una sutura de anteriores azotes, y marcas finas de castigos recientes, un Pollock de carne en blanco y negro.
El viento cortante, no afilado pero sí amenazante, embriagador olor a musgo, a taiga aún no profanada, y el sol, qué era el sol sino una mala broma. Todo el sentido del mundo se calibró exactamente en esos instantes, en vez de sol, un foco groseramente blanco, en vez de pieles de bestias exóticas, muebles de cuero sintético. En vez de aplausos y gritos de aprobación, un leve murmullo de música, saliendo de la frecuencia modulada (FM).